Soy una mujer que desde niña aprendió a estar sola y a disfrutar de esa soledad. Aunque muchos no lo crean, siempre he sido una persona antisocial.
Los niños me caían muy mal, me aburrían y desesperaban; ahora, los adultos me caen aún peor. Me cuesta mucho trabajo estar en algún lugar rodeada de personas sin dejar de analizar todos los comportamientos que tienen. Me molesta que las personas desquiten su infelicidad con el resto.
Paradójicamente, una de las cosas que más disfruto es C O M P A R T I R. Amo compartir, desde una sonrisa con un desconocido, hasta mi libertad.
Quienes realmente me conocen, saben que he compartido y sigo compartiendo todo de mí, lo bueno, lo malo y lo peor. Sin embargo, una de mis lecciones de vida más importantes (y en la cual sigo fallando), es decidir acertadamente con quién compartir eso.
Incontables y dolorosas veces he decidido muy mal con quién compartir un pedacito o un pedazote de mí.
El problema viene cuando la otra persona no logra entender lo valioso del hecho. Esto es, que alguien abra su alma para regalarte un cachito de vida.
Duele cuando decides compartir lo peor de ti, lo que más te avergüenza, lo que más te lastima, lo que nadie más sabe; duele cuando compartes experiencias que son un tesoro para ti y pisan todo como hojas secas.
Volví a caer en la trampa, volví a creer, volví a compartir y me volvieron a restregar un: decidiste mal, otra vez.
Debo aprender a decidir mejor, debo ser más celosa conmigo y lo que tengo para compartir, debo guardar la llave de mis tesoros más grandes en un lugar seguro.
Me volví a caer, esta vez de una manera muy diferente, inexplicable e inentendible para mí... Fue algo nuevo, sentimientos que nunca antes había tenido y, aquí estoy otra vez, buscando todos los cachitos de mí que quedaron regados para volverme a pegar.